He muerto cinco veces, mi quinta muerte fue por covid-19 deceso triste, tránsito terrible

He muerto cinco veces, mi quinta muerte fue por covid-19 deceso triste, tránsito terrible
Autor: Óscar Tapia Campos / Noventa Grados | Fecha: 25 de Septiembre de 2020 a las 20:13:00

Morelia, mich., a 25 de septiembre del 2020. He resucitado cuatro o cinco veces. Sé lo que es morir, llegar al más allá y estar entre el cielo y el infierno. Lo tengo experimentado, por eso llevo tantas cicatrices en el alma, por lo mismo vivo entre signos de interrogación: ¿por qué yo?, ¿por qué a mí?

La primera de mis muertes fue en mi pubertad. Llegué hasta donde había dos caminos, al final de uno estaba Dios, del otro lado miré al Diablo. La duda surge y se agiganta en ese momento, porque uno quiere ir hacia los dos rumbos, conocer a los dos personajes, saber de qué se trata.

Sin embargo, había que elegir solamente una dirección, un destino final, pero los dos me llamaban con la misma intensidad, ambos me querían embelesar con palabras y propuestas sugerentes, como que habían tomado clases con los políticos mexicanos de épocas electorales.

La segunda de mis muertes fue por un balazo en la frente la noche de un 20 de noviembre en Tuxpan, Nayarit; la tercera se dio cuando un padre enfurecido llegó a matarme porque yo había matado a su hijo, o al menos eso le fueron a decir a su casa; la cuarta sucedió en el 2014, cuando me encañonaron unos tipos vestidos de policías y me formaron el cuadro, yo vi aquellas tres ametralladoras apuntándome al pecho y sentí cómo escupieron su fuego contra mi humanidad.

La quinta vez que la muerte me apretó el pescuezo fue el Viernes Santo de este año de crisis y de pandemia, de confinamiento y asfixia, de politiquería y de las mentiras de siempre, de púlpitos y mañaneras. Pero aquí estoy en mi quinta resurrección y con ganas de no tener la sexta muerte, porque desde niño sé muy bien que nada más tendré siete vidas, como los gatos.

Mi quinta muerte fue por Coronavirus, final muy cruel, muerte en soledad absoluta, sólo acompañado por la noche, la asfixia, la angustia y el dolor de entender que no volvería a ver a mis seres queridos, quienes dormían cuando decidí hospitalizarme para que me intubaran y, finalmente, me incineraran, y ya después solo entregaran las cenizas a mis hijos.
En febrero de este año vinieron de Estados Unidos dos de mis hermanas a Curimeo, Silvia y Laura, la primera de ellas llegó contagiada por el virus surgido en Wuhan, China, país en el que estuve como turista en agosto del 19. Chivis se puso muy mal en las Danzas de la Conquista, la Evangelización y el Mestizaje que se realizan en Ruvalcabo durante el carnaval.

El martes de carnestolendas su dolor de cabeza era tan intenso que la hacía llorar, la fiebre la llevó a delirios y la asfixia la doblegó. La trasladé en mi auto a Panindícuaro para que la atendieran, pero ni el médico, ni nosotros sabíamos que eso era Covid-19, sin embargo, la nebulizó por una bacteria que, a decir del facultativo, tenía en la garganta, y eso la ayudó, de tal suerte que regresó a Estados Unidos. Allá recibió la atención adecuada.

Mi otra hermana, Laura, también empezó a sentir todos los síntomas, se internó en el mismo hospital donde trabaja en la Unión Americana (bueno, trabajaba, la acaban de cesar), vivió las de Caín, afortunadamente superó el contagio.
Antes de que se marcharan anduvimos juntos por satamaríatodoelpueblo. Hacia la media noche del jueves 27 de febrero se nos atravesó un vehículo blanco en el libramiento sur de la capital michoacana, entre Casa de Gobierno y el panteón pomposo. De la Suburban descendió el conductor con una pistola en la mano, pero al parecer no era a nosotros a quienes buscaba. Más adelante, frente a una tiendota gringa de esas de tarjeta para ingresar, lo volvimos a ver con la fusca encañonada contra otro conductor.

Como que la Huesuda ya andaba tras mis pasos, porque el 2 de marzo sufrí un accidente automovilístico a un costado de Casa de Gobierno, resulté con lesiones graves que ameritaron hospitalización y, después, largo reposo en casa. Así, encamado, me agarró el 17 de marzo de este caótico 2020, fecha en la que se decretó en Michoacán el confinamiento obligatorio como estrategia de prevención contra el Coronavirus.

Mis hermanas no me contagiaron, o al menos eso creo, en virtud de que transcurrió más de un mes sin que yo registrara síntoma alguno. Pero en los primeros días de abril empecé a sentirme raro, pero no rarito, conste: el cuerpo cortado, tos seca y dolores de cabeza. No hice caso, porque me costaba mucho trabajo decidirme a visitar al médico. Ya no, no, ya no.
A los primeros síntomas se sumaron fiebres altas que me hacían escurrir a ríos. Mojaba mi cama como si la hubiera orinado, pero nada de eso, era sudor. El asunto se puso feo cuando mi respiración empezó a ser densa, dificultosa. La sintomatología se recrudeció cerca de la Semana Santa. No le comenté a mi familia, porque para entonces me auto diagnostiqué Covid-19; simplemente me encerré en una habitación y adopté actitudes radicales para que no se me acercaran.
El 7 de abril, ya oscuro, empecé a sentirme muy mal, la asfixia me apretaba muy feo la garganta y me tapaba la nariz. Me sentía de los mil demonios. Por las noches salía a la cocina a inhalar vapor de agua, pero lejos de mejorar empeoraba mi situación. Caminaba por horas dentro en la sala y el comedor, mi idea era fortalecer mis pulmones; tomaba agua caliente a cada rato, y empecé a ingerir los medicamentos que me sobraron de lo del accidente, uno era para desinflamar y el otro para el dolor.

La noche del jueves 9 de abril mi situación se hizo caótica, fue entonces que supe que iba a morir. A eso de las cinco de la mañana del Viernes Santo decidí ir a hospitalizarme. Antes tomé mis seguros de vida, mis tarjetas y todo lo que consideré debía dejar a la vista de mis hijos. En unas papeletas escribí las claves, y una carta de despedida, porque tenía muy claro que no me volverían a ver y que de mí sólo recibirían el pésame y las cenizas.

Cogí las llaves de mi auto, vi parte de la casa detenidamente, me hice de una foto de mis hijos y de mis nietos, entré a mi biblioteca a despedirme ante la imagen de mi madre, y fui al coche. No pude evitar que unas gruesas gotas mojaran mi rostro y bajaran hasta mis labios, estaban muy saladas. Pronuncié un Padre Nuestro ante el volante, y encendí el motor, los faros y, también, mi dolor de mente y alma.

Iba a echarme en reversa para salir, pero me di cuenta de que no llevaba mi celular. La asfixia era brutal, sentía yo que me estallaban las venas de las sienes. Descendí del vehículo, entré a mi casa, a mi habitación, a mi adiós, y tomé el teléfono, al hacerlo esbocé una sonrisa que me provocó un pensamiento interrogante: ¿en el infierno habrá señal?

Respiré hondo y salí de mi alcoba con el aparato en la mano, me lo llevaría de todos modos, por si las dudas, qué tal si se daba la ocasión y podía hablarles a mis hijos para pronunciarles mis bendiciones. Ojalá, pensé.

Iba hacia afuera cuando vi una imagen religiosa, ese Sagrado Corazón que trajo mi suegra hace años, el mismo que desde el principio me cayó muy gordo por feo y malhecho. Incluso varias veces intenté tumbarlo “accidentalmente” para que se hiciera añicos. Pero, aunque tiene una mano desplegada, siempre fallé en mi intento de accidentarlo.

Fijé mi vista, mi asfixia y mi devoción ante él. Y le hablé como se le habla a un cuate de parrandas. Claro, con dificultad por el ahogo que me engarrotaba la voz:
“Tú sabes que no eres santo de mi devoción, lo sabes bien, porque durante algún tiempo te quise partir tu mandarina en gajos. No sé por qué fallé tanto, pero aquí estamos.

“Te voy a proponer un trato muy conveniente para mí, te lo advierto, para que no creas que quiero engañarte, soy derecho hasta como enemigo. Bueno, no soy tu enemigo, pero te lo digo para que veas que soy leal. Tú sabes que estoy en las últimas, o al menos eso creo, de hecho no sé si llegue vivo al hospital, lo que seguramente tú sí sabes.

“El trato es que, si no voy a morir, no permitas que vaya para allá; pero si ya me toca, dame chanza de llegar. A cambio, si precisas que no vaya al hospital, hago dos compromisos contigo. Uno, que no volveré a intentar que sufras un accidente, y te lo cumplo. Dos, dar testimonio de que me echaste la mano. ¿Qué dices?”.

No sentí que sucediera algo inesperado. Lo vi a los ojos, y le dije: "ni modo, ya me toca". Tomé las llaves del coche y salí para abordarlo y dirigirme rumo a Charo, por allá estaba mi último puerto. Al sentarme nuevamente ante el volante caí en la razón de que otra vez había dejado el teléfono, regresé y lo vi sobre la mesa del comedor.
Fui por él. Intencionalmente volteé a ver de nuevo al Sagrado Corazón, y de manera socarrona le exclamé: “hasta la vista”. Salí de casa e iba a entrar al vehículo cuando me di cuenta de lo esperado, sí, esperado por mí: me sentí fuerte, respiraba sin dificultad, no tenía dolor de cabeza, ya no me sentía desfallecer, aunque seguía sudando a ríos.
Regresé, entré convertido en un enorme signo de interrogación: "¿es verdad, es cierto, no juegas?". Y no, no jugaba, prueba de ello es que aquí sigo por la gracia de Dios.
Hoy, para qué es más que la verdad, hasta guapo veo a ese Sagrado Corazón que hace mucho trajo mi suegra a mi casa, para quien pido sus oraciones, porque nunca le han de sobrar.

No debo decirlo, pero lo voy a decir, porque así soy de necio: sé que habrá quienes, al leer el desenlace, creerán que salí con una simpleza, otros más rudos pronunciarán el mexicanísimo “tanto pedo pa’ cagar aguado”. Yo simplemente aseguro que todo lo que aquí narro es la verdad, y nada más que la verdad. Si se cree o no, ya no es asunto mío. No intento convencer a alguien, no soy predicador, solo cumplo un compromiso que adquirí la mañana del 10 de abril próximo pasado. Así viví mi quinta muerte. Me faltan dos, espero tarden mucho en llegar, porque debo seguir con mi relatoría durante mucho tiempo, trato es trato.

Por lo tanto, Sagrado Corazón, que conste para que no obste, este es mi primer testimonio público, faltan más, y gracias, mil gracias, Padre y Señor Nuestro, porque no permitiste que esa madrugada del 10 de abril fuera a hospitalizarme. Así sea.

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